Trump y la medalla por maternidad: entre la distopía y la burla
Pamela Cerdeira habla de la propuesta de Donald Trump de entregar una medalla a las mujeres que tengan más de seis hijos.
Donald Trump quiere ser el presidente de la fertilidad. Sí, el mismo que ya se veía como Nobel de la Paz, ahora aspira a repoblar Estados Unidos, porque le preocupa la caída en las tasas de natalidad. Su solución: pagar por cada bebé nacido y, si una mujer tiene seis hijos, darle una medalla.
No es broma. Trump ha propuesto otorgar la “Medalla Nacional por Maternidad” a aquellas mujeres que den a luz a seis hijos. Es el Día de las Madres convertido en sátira. Mientras en Estados Unidos las madres no tienen acceso garantizado a licencias de maternidad pagadas, él quiere compensarlas con una presea. Un pedazo de metal como premio a una labor que no es reconocida ni apoyada con políticas públicas serias.
Como bien señala la periodista Pamela Cerdeira, si este anuncio les parece el peor regalo del Día de las Madres, piensen dos veces. Trump quiere resolver una crisis estructural, la baja natalidad, con medidas simbólicas, cargadas de un tufo patriarcal, retrógradas y hasta distópicas.
De hecho, no es descabellado pensar en El cuento de la criada, la novela de Margaret Atwood, donde un régimen autoritario toma como excusa la caída en la fertilidad para instaurar un control absoluto sobre los cuerpos de las mujeres. En esa historia, que cada vez parece menos ficción, Estados Unidos se transforma en una pesadilla conservadora en nombre de la reproducción.
Trump ya coquetea con esa distopía. Su propuesta no es solo ineficaz; es un síntoma del retroceso en la política pública, del desprecio por los derechos reproductivos y de la constante instrumentalización del cuerpo femenino. En lugar de garantizar guarderías, salud materna, seguridad social o educación, ofrece medallas como si fueran caramelos en una feria electoral.
Una medalla no paga pañales. Tampoco reemplaza el apoyo emocional, económico ni el acceso a servicios básicos. Pero quizá eso no le importe a Trump, que ya demostró que prefiere los símbolos vacíos antes que las reformas reales.
La pregunta es: ¿hasta dónde estamos dispuestos a normalizar el absurdo?